miércoles, abril 19, 2017

Un chamaco bisexual en Caracas

Ocho actores para un evento teatral venezolano.
Alguien preguntó, con sana curiosidad, cómo elaboro mis reseñas teatrales. Y ahora respondo que mediante la lectura del texto tomo contacto con la obra que después veré representada, parafraseando así el método de trabajo de la actriz y directora Bibí Andersson.  Me informo sobre lo que se mostrará. Aplico la imaginación y la experiencia profesional o vital, además analizo las circunstancias espacio-temporales, donde fue escrita la pieza. Ese contexto es fundamental porque marca no solo los personajes sino sus movimientos, además de su léxico y las relaciones interpersonales. Hago, pues, mi “primer montaje” entre mis neuronas para estar alerta y prepararme a disfrutar y evaluar, después, las tareas de los actores y del director, además del autor. Pocas veces lamento los montajes vistos, sin que eso conlleve benevolencia. De lo maltrecho saco enseñanzas.
Eso lo aprehendí hace varias décadas al navegar en los meandros del periodismo, mi oficio principal, pero lo hice alimento de mis entretelas hacia 1986, cuando me impactó un artículo de la mencionada actriz sueca, publicado en el número 216 de la revista española Primer Acto, obsequio de Carlos Giménez  a instancias de José Monleón. Desde entonces, ver un montaje teatral me implica consultar primero el texto y desarrollar todo ese proceso para que nuestro trabajo nos satisfaga, fundamentalmente. No es fácil el apostolado de la reseña o la crítica, la cual en ocasiones satisface o nos hunde en un tedio que supero lentamente. Porque mi trabajo es humano y nunca mecánico. Está sometido a los undívagos vaivenes de la cotidianidad que vivo. El hombre es el único animal crítico que existe, decía Aristóteles, gran padre de todo el teatro occidental.
CUANDO CARACAS ES LA HABANA
Reitero esto, porque cuando supe del estreno de la cubana Chamaco (2005) del dramaturgo Abel González Melo (La Habana, 1980), recordé todo lo leído sobre “tan maravilloso texto”, como nos lo reveló, años ha, el artista Alberto Sarraín.  Salí a devorar y disfrutar, precisamente ese Viernes Santo de 2017, aquel espectáculo ambientado y realizado en una teatral Caracas, entre el lunes 23 y el jueves 26 de diciembre de un año de esta década, protagonizado por el joven Kárel Darín que debe venderse a otros hombres para sobrevivir, pero quien no olvida que deberá superar tan desagradables circunstancias y trabajar de otra manera para casarse o amar sin obstáculos a Silvia Dépaz.
Esperaba ver no solo una montaje sobre unos líos de gays, bisexuales y travestidos (toda la quincalla LGTBI), con un policía corrupto y un transexual que vende flores y otras cosas más, una hermosa vieja que filosofa, un muchacho que no sabe como combinar trabajo, estudio y sus impulsos hormonales, un tío borracho y abiertamente homosexual y un papá acosado por sus instintos. Confié en que la temática de las conductas sexuales fuese solo un pretexto para proponer una reflexión sobre la descomposición moral y ética   de la tradicional familia burguesa, agravada por la crisis económica que agobia a los sectores menos favorecidos de esa urbe que escénicamente era Caracas con una teatralización de la conocida guerra económica. Toda una inteligente descarga sobre la desvalorización de una sociedad, donde el poder, la autoridad y las relaciones familiares son los estratos gravemente afectados por un asesinato. Confié en que no me dormiría ni estaría tranquilo de principio a fin.
Y eso fue lo que pasó. Chamaco es una bofetada más a una comunidad que está de espaldas a los problemas más urgentes de sus habitantes, donde escasea la seguridad y es patética la carencia de comida para cuerpos y almas (o sea el amor y la amistad). Es otro alerta para estas naciones americanas donde las conductas sexuales están normadas por anacrónicos conceptos religiosos, donde se quiere imponer una segunda Edad Media.
Ese texto es tan compacto, como los 64 escaques –negros y blancos -de un tablero de ajedrez, donde todo fue calculado y llevado a una síntesis. Nada sobra, todo es preciso. Parece más bien un guión para un filme contemporáneo. Hay, pues, depurada calidad idiomática y los mecanismos tradicionales del teatro están logrados en su plenitud. Tienen razón los otros espectadores y los críticos al exaltarla y consagrarla como un clásico del buen teatro cubano, o sea americano. ¡Venezuela tenía que verla!
La puesta en escena es austera y sin pretensiones de espectacularidad, ceñida a las acotaciones del autor. Se   inicia en plena celebración de una Nochebuena, momento en el cual dos muchachos se juegan el destino sobre un tablero de ajedrez, materializando la prostitución homosexual, con navajas y  huellas de sangre  hasta desencadenar la rocambolesca trama, cuyo final dejará sin aliento al público, después de 90 minutos de intenso trabajo escénico.
 Y todo ese espacio escénico, con una escenografía minimalista y limitado por un foro con la silueta del Guaraira Repano o monte Ávila y su Cruz de Navidad, para recordarle al público que eso pasa o puede pasar o está ocurriendo en esa Caracas navideña. Casi se podría decir que es un panfleto visual, pero ante la calidad de su texto y los desempeños actorales se le “perdonan” esos excesos al director Mario Crespo, un artista que hasta ahora era más conocido en el cine y la televisión locales. Un respetuoso puestista y preciso conductor. ¡Bravo por todos ellos!
Estructuralmente hablando, Chamaco es comparable con piezas como La muerte de un viajante de Miller, El cuento del zoológico de Albee, Un tranvía llamado deseo de Williams y la trilogía de Edipo. Ahí los seres humanos son marionetas de un gran titiritero que castiga con la muerte a quienes se exceden. Quizás sea una pieza moralmente conservadora, pero propone el amor como única moneda que se puede usar para vivir hasta que llegue el final natural, como lo cantó Shakespeare.
Se ha dicho, con toda razón, que Chamaco retrata a la realidad latinoamericana y por ende caraqueña. Ahí una familia disfuncional está enferma hasta los tuétanos por la corrupción moral y ética, pero aún así sueña con un amor posible. Esa Caracas es espejo de una comunidad acorralada por la violencia y el vacío existencial, que rumia sus días y sus noches a sabiendas que a cada segundo el peligro aplasta proyectos y quita vidas. Una urbe donde tres niños de la calle desafiaron y mataron a dos policías adultos en una noche loca, un tema para otro teatro.
El elenco lo integran cuatro profesionales de primera línea como Caridad Canelón, Antonio Delli, Gonzalo Velutini (quien se la jugó con su sórdido personaje y como productor) y Gerardo Soto, dándoles la alternativa a gente nueva y talentosa como Julián Izquierdo (especie de ángel asesino que se suicida por sus pecados), Greisy Mena, Raul Gutiérrez (el más inocente de todos) y Christopher Hernández. Dos generaciones luchando para que el teatro no sea solo diversión sino cultura cónsona con los duros tiempos que todos los venezolanos desafiamos.
Caracas la que plasma Chamaco, está en el escenario del Teatro Trasnocho, porque son muchos los chamacos o los muchachos que viven o esperan sufrir esos dramas, lamentablemente para ellos y todos los que estaremos presenciándolos, porque la realidad es superior a la ficción teatral.
Sin los técnicos no habría sido posible este montaje de lujo. Y ahí están: Samuel Hurtado en la producción. Vladimir Sánchez en el diseño de espectáculo, Juan Carlos Ogando con la iluminación, Leonardo Maldonado en la música, Gustavo González en los efectos sonoros y Daniel Dannery en la asistencia de dirección. El diseño gráfico está a cargo de Carlos González.





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